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domingo, 6 de marzo de 2011

LA MÁQUINA DE VOLAR

Leonardo da Vinci. Estudio de brazos y manos. dibujo/cartón

LA MÁQUINA DE VOLAR

                                                                                                                                         
Para Jorge Juanes
I

A partir de Leonardo el artista ya no es considerado un artesano que repite las pautas artísticas como patrones inamovibles, perpetuadores de órdenes artísticos que empiezan a ser cambiantes. Ha llegado la era del individuo y su reflexión en torno a sí mismo, a su cuerpo, a su destino. No es casual que su tiempo sea conocido como la Era de los Descubrimientos; no solamente por la obsesiva concepción expansionista de Enrique El Navegante y sus prebendas ultramarinas, sino porque también se llega en esta época a la dilucidación de la circulación de la sangre y a prácticas acuciosas acerca de la realidad visual y la realidad del arte, sus leyes intrínsecas, su insospechada extensión postergada por el poder omnímodo de la Iglesia, el orden feudal y la peste de la guerra, el oscurantismo y la cultura del miedo. Se empezaba a publicar el libro. Se empezaba a pensar voz alta... a pesar de los Savonarolas del caso. Se corrían los riesgos que implica cruzar las fronteras, las culturales y las geográficas, las espirituales y las más íntimas fronteras. Dentro y fuera, el individuo es exhibido, con todas sus vacilaciones y yerros.
El artista se apropia del pasado como un saber común, no más como un saber de dominio. La emergencia de la burguesía favorece esta liberación del artista servil, el ilustrador de su majestad y sus fantasías. Es el Renacimiento.


Leonardo da Vinci. Estudio de caballos. Dibujo a pluma y tinta/cartón

II

El  creador, el que imagina el que vislumbra la obra humana, encuentra su espacio de expresión. Hoy podemos ver la génesis de esa conquista, cifrada en el conocimiento científico, fraguado en los talleres de quienes se entregaban día a día a interrogar cada fenómeno como se consulta un libro. El hombre es la medida de todas las cosas, se dijo, y adquirió forma real un pensamiento que hoy llamamos humanismo: el hombre debe disfrutar al máximo su existencia en este mundo. No más limitaciones operadas por la religión. En este ambiente nació Leonardo.

Vasari ha consignado la extraordinaria imagen de un Leonardo genial, a falta de mejor calificativo. En su Vida de Artistas (1550) cita los lugares comunes que todo mundo maneja para referirse a los hombres emblemáticos de aquella era prodigiosa. Nos seguiremos refiriendo a Vasari, por haber sido parte de esa historia él mismo, poeta, pintor, visionario también de la revolución en la que se vio envuelto.
El mundo, las nacientes naciones, estaba reacomodándose. Había llegado el capital y su correlato la guerra por todos los medios. Roma quería volver a ser el ombligo de Europa, por el deseo del papado que provisionalmente se había establecido allí.

Heredero de la cultura clásica latina y poseedor de una inteligencia fuera de serie, a la par de un espíritu de búsqueda sin precedentes, Da Vinci viviría la efervescencia de la Italia de Julio II, el Papa beligerante. Desde su temprana juventud, el hijo de Piero da Vinci, sorprende por la exigencia de más perfección sobre la perfección. Es el tiempo de la exhaustiva lectura de los clásicos griegos, traducidos por los latinos anteriores a Leonardo. Se abre paso el espíritu crítico que da paso a la ciencia de la mano de Avicena y Averroes, Galeno, sabios de Oriente. Savia vital para el ímpetu del hombre del Renacimiento, el hombre universal que aparecería esquematizado en la portada del libro de Vitrubio con el dibujo a pluma de Leonardo.
Inquirir a la Naturaleza, la Madre. Echar mano de los estudios de Brunelleschi, leídos por Alberti. Comulgar con la Oración de Pico della Mirandola y poner en marcha una nueva visión de la dignidad del hombre. Toda una escuela de pensamiento que dotaría a Leonardo de la suficiente habilidad para elaborar verdaderas tesis en sus obras pictóricas.


Leonardo da Vinci. La virgen de las Rocas. Óleo/lienzo.

III 

El dibujo es la fuente de Leonardo. Cada asunto es sometido a esa piedra de toque. Hay obras que no son otra cosa que dibujo, tan frágil, provisional, pequeño. Paradójicamente, sobrevivirían sus dibujos y no la mayoría de sus obras mayores. No hay grabados de Leonardo, sólo dibujos. Somete al dibujo su pensamiento y su diseño, su caligrafía, todo.
Máquinas, motores movidos por la fuerza motriz del agua, catapultas, emplazamientos urbanísticos, tempestades, diluvios, sueños, Madonnas con el Niño, jóvenes, viejos, caricaturas, estudios anatómicos, alzados arquitectónicos, proyectos escultóricos imposibles, observaciones de flores y plantas, mantos, brazos vestidos, poses, perfiles de San Juan, trazos para la Última Cena, caballos y jinetes, batallas, más máquinas, retratos de Isabel del Este... todo cuanto veía Leonardo. El gran collage fue reuniéndose como en la mesa de un mago. En su Tratado de la Pintura escribe acerca de lo que dibuja y sus anotaciones están hechas para leer con espejo. Leonardo era ambidextro, inagotable. Llegó a anticiparse a Harvey en comentar la circulación sanguínea este amigo de los Papas, el dibujante del Condottiero, el amante de la escultura antigua, el artista que llegó a declarar que la pintura era una especie de ciencia superior, un don depositado en el fondo de los pintores tocados por la gracia divina.
La desmesura, la prisa, tenían en él su presa. Saber, saber, saber. Revolucionar cuanto emprendía. No exageraba Vasari en sus aserciones: Verrocchio abandona la pintura solo de ver pintar a este demonio apoderado del ingenio y la energía de su generación. Leonardo el sodomita, el divino, Leonardo el furtivo anatomista que tuvo que cortar cadáveres de noche, como un ladrón, para dibujar y dibujar las estrías de los músculos, la urdimbre infinita de arterias y venas, nervios y disponerlos en un sistema comprensible para darlo a conocer, para que el papel a punta de plata y carbón fuera convirtiéndose en el escenario donde articular su hombre universal lleno de incógnitas.
Serrar los cráneos y dibujarlos, todo a la vez. Buscar el anima mundi partiendo de cuerpos inertes, fragmentados, azules por la descomposición, fétidos, tendidos en los depositorios de hospitales oscuros, iluminado por velas. Un sujeto irremediablemente inquisitivo, enfermo de saber, incurable. Anota y dibuja. Miles de dibujos acumulándose en esa summa que es el retrato veraz de su entraña. Abre los cuerpos, husmea en las vísceras con la misma pasión e interés con que contempla la formación de las nubes, la maduración de las gramíneas, la verticalidad de las azucenas; interroga a las sombras que aparecen con cualquier gota de luz en cualquier parte, hasta las manchas de la mesa, y dibuja sin cesar... hasta dar con el sfumato que tanta elucubración provocara en el futuro por llevarlo a descomponer la línea en la pintura, hasta abolir los contornos y ofrecer una luz propia a la manera de pintar, de ver, de concebir, de imaginar. Sombra y luz, no color. Acaso pintar con veladuras sobre superficies de color, lavando el negro encima, hasta lograr el brillo más intenso y la sombra más profunda. Acunaba la luz, la luz amada por Rembrandt tiempo después, con velos de una maravillosa técnica traída del Norte, de Flandes, de Van Eick; esparcía la luz sobre los pliegues de la vestimenta de sus personajes, con la tersa, untosa sombra del óleo, esa materia que brilla como la vida misma.
Pocas veces terminó una obra y no pocas veces sus obras terminadas se vinieron abajo por exponerlas a la inevitable experimentación que nacía de él como imperativo infranqueable. Como un ser de otro mundo, laborioso y fecundo, lúcido y obstinado, se dio tiempo para observar su propia obra, tañer la lira, cocinar, trazar la geometría divina para formular las secciones áureas en sus obras. Matemático, lógico, jamás dejó de dibujar. Su hombre de Vitrubio, su autorretrato ya viejo, las guirnaldas, el peinado inaudito de Leda visto desde todos los ángulos posibles, tantos dibujos como la interminable cuenta de lo que veía.
Quien tuviera sus ojos, sus dos hemisferios cerebrales, su implacable registro memorioso.

Leonardo da Vinci. Mona Lisa. Oleo/lienzo.

IV

Dijo que él podría pintar La Virgen con Santa Ana y el Niño y no la terminó. Sus urgencias eran más que su vigor. No así su pericia para contemplar, dejar pasar el tiempo, pasar en silencio a solas las páginas de su memoria, renovar las preguntas... mientras los patrones desesperaban.
Ciertamente desesperante Leonardo, para Monjes, Papas, Médicis, artistas. Miguel Ángel escaparía a Roma para no verlo dejar tanta labor inconclusa, tanto pentimenti. El veía la luz, la infinita disposición de las cosas del tiempo dentro de esa luz y pareciera que deseaba mantener un rasgo imperecedero de aquello en sus dibujos, como una escritura automática, dibujaba, dibujaba.
Estamos entre el siglo XV y XVI, cuando Roma quiere ser de nuevo el ombligo del mundo. Roma, que ya había fagocitado al Cristianismo y expandido su imperio con la doctrina de Jesús. Roma que llamaría a Leonardo, Rafael, Miguel Ángel para fraguar su destino manifiesto.
Poder, poder sin más, poder de Imperio, glorificado con la magnificiencia del mármol y el oro, con la concurrencia de los artistas más completos de aquel tiempo tan breve.
El hombre es la medida de todas las cosas, reza el aforismo. Con esa convicción caminaba Da Vinci, fructificando su idea, de obra en obra, de un campo a otro, de la desazón por encontrar una manera para representar a Cristo en la Cena, a la fría prospección de una máquina de guerra. De la máquina de volar al vestuario de pajes de la corte. De cabezas de la Virgen para la Anunciación a Baroncelli colgado, De la Adoración de los Magos, con la escalinata donde luchan caballeros sin cuartel, a las alegorías del placer y el sufrimiento, dibujados en un sólo cuerpo con dos cabezas de joven y viejo, espigas y flores.
Dibujando, raspando la punta de plata sobre el papel preparado, dibuja su propia historia Leonardo; la misma historia de los ángeles de dedos largos que parecen guiñar un ojo al veedor; la historia del hombre circunscrito con sus brazos extendidos.

Leonardo da Vinci. El Hombre de Vitruvio. Dibujo a tinta/cartón

V


Casi siempre desnudos, como los tenemos configurados en la duramadre, los esbozos de cuadros –salvo la Virgen- están dibujados sin ropa, y casi siempre anotados, como si la caligrafía les otorgara tierra firme a los dibujos.
En Londres, Milán, París, Florencia, está la obra gráfica, preservada como gema; los dibujos que han permeado la memoria de los siglos. Ver y dibujar, escribir junto a los dibujos para ver las palabras. Todo es mirar en Leonardo. Y hacer ver. Para su Adoración de los Magos dibuja una lección de perspectiva, donde jamás terminan de batallar jinetes y caballos, donde siguen erigiéndose atalayas para otear el horizonte guiados por las líneas de fuga. Para probar ideas narrativas, las de Alberti. Sabía Leonardo que la vida es breve y el tiempo inexorable.
Y sus máquinas empujadas por innumerables desnudos perfectamente trazados en el pliego; sus establos proyectados, sus basílicas, acueductos, ciudades de dos niveles de vías, su obsesiva figura de caballos impecables para los que haría un libro de anatomía, pretextando una estatua ecuestre para Francesco Sforza que nunca se fundiría. Retratos de Apóstoles para uno de los últimos frescos de la historia de la pintura, esos retratos que perdurarán en la hoja de papel, pues Leonardo probaría algo errático: mural al temple con retoques de óleo.

Este es el hombre del Cinquescentto, el nuevo hombre que representa la idea como un fruto humano, de este mundo. El que dibuja los embriones como cálices dormidos en mitad de la corola abierta del útero de una flor inimaginable para su tiempo, que deja ver sus venosidades , su cordón umbilical, sus membranas. El que mira dentro del cuerpo, epitelio por epitelio, en busca de respuestas.
Observó el cielo, la tierra, las ramas de los árboles dobladas por el peso de sus frutillos; observó las espigas de la maleza de los jardines y campos. Retrató a César Borgia con sanguina, tan cara a sus preferencias. Dibujó a Neptuno guiando sus caballos de mar, enfatizando sus cabezas furiosas y los guerreros de la Batalla de Anghiari que vio Rubens. Bailarinas, Ángeles, ropajes, torsos de viejos y anatomías comparativas, pelvis de caballos y de hombres, fragmentos anatómicos y el magnígico dibujo de Santa Ana con la Virgen y el Niño con San Juan Niño.



Leonardo da Vinci. Santa Ana con la Virgen y el Niño. Óleo/lienzo


VI

El dibujo es el estado natural de nuestra visión del mundo. Leonardo modela con el lápiz como si estuviera creando un relieve, como si fuera a acuñar una moneda, ligero y definitivo, con las sombras del sfumato surgiendo de la luz que provocan. Quizá abandonaba sus cuadros por ser demasiado coloridos y él buscaba en las veladuras cómo atemperar el color, para que la luz viniera de esa película que parecía querer cubrirlo todo. Obraba al contrario de la naturaleza, queriendo imitarla, retratarla con sumo tacto, en el entendido de que los grados de color estaban contenidos en el gradiente del sfumato. Dibujante por excelencia, hallaba la manera de evocar el aire mediterráneo que difumina las formas en la distancia y las dispersa como una bruma suave allá en el fondo.

Leonardo da Vinci. Dibujo y notas de la máquina de volar. Tinta/cartón

VII


Pinta la luz. La ve, la crea a partir de su idea de perspectiva.
Al final de su vida dibujaría diluvios, cataclismos, tormentas sobre ciudades. Pintó a Juan el Bautista como el efebo andrógino que llamarían Bacco sus contemporáneos, pues no acababa de dejar sus patrones grecolatinos antiguos, como aquellas Musas del tiempo de Adriano y los antiguos sarcófagos romanos.
De lo que sobrevivió, que está en el Louvre y que al parecer nunca dejó de llevar consigo, La Gioconda nos ofrece un botón de muestra. Si es o no Mona Lisa del Giocondo no nos importa. Es el primer retrato en la historia de la pintura y si sonríe o no tampoco nos importa, pues vemos en el cuadro el manifiesto poético de Leonardo el eterno insatisfecho. Allí está Mona Lisa, con el fantástico paisaje al fondo como el feliz colofón de una vida entregada a dar fe del despertar de la conciencia científica y artística.

Miguel Carmona Virgen. Morelia, Mich. Junio de 2006















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