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martes, 15 de marzo de 2011

LOS MANIFIESTOS DE LA IRA

Alejandro Delgado. Light Michelangelo Canned. Gráfica digital. 2003


APROXIMACIOES A LA OBRA GRÁFICA DE ALEJANDRO DELGADO.

En esta obra no hay concesiones de especie alguna, hay humor. Nuestra cultura mediática es convocada por Alejandro en el contexto del juego satírico, en el que hacemos de  voyeur, índice acusatorio y enfant terrible. En un primer acercamiento a estas “infografías” adivinamos la indefectible tentación por el arte digital, una vuelta de tuerca a la exuberante tradición de la estampa. La gráfica de medios, en la que interviene el lenguaje binario de manera sorprendente. Grafica de riesgos, incierta y experimental, que conduce nuestra doméstica visión hacia planetas imaginarios no visitados.


Alejandro Delgado. Van Gogh Walkman. Gráfica digital. 2003


I

La serie Extraña Ausente versa sobre la modelo del artista; serie de fotografías insertadas en escenarios arquetípicos, en los que los resabios de la cinematografía se evidencían a manera de muletillas oníricas cuya violenta poesía resuena con la densidad de una obra barroca. De tiempo congelado, estos fragmentos de filmes imaginarios exhiben a la modelo como nota al pie de página de una intención nostálgica, donde la provocación es la imagen de lo perdido en el pozo de los deseos. La referencia al agua proporciona una de las claves de aquella resonancia en la que el recuerdo siempre será indefinible y persistente, como recordar un sabor, una textura, una voz. Se evocan los ritmos efímeros del ser, lo que sucede en el tiempo, lo perdido. El agua es curso, como la música. Curiosamente, el autor trata el color como el sonido… meros significantes. La obra de Delgado no es fácil, pues sus correlatos pertenecen a otras parcelas de la creación, en las que hay que encontrar significados paralelos. Alejandro no ilustra el anecdotario de su vida ni el registro de sucesos cotidianos, trasmuta los signos. No es casual que él mismo cultive la poesía y la música.

Alejandro Delgado. Brueghel Trade Center. Gráfica digital. 2003


En esta serie campea la simetría y los interiores. Jugar a encontrar analogías por el azar fue un método muy socorrido en el dadaísmo de Zurich; no lo ignora el autor y se enfrasca en la visión caleidoscópica ofrecida por la niña-mujer que le sirve de modelo, de papel tapiz, de Venus velazquiana y de ícono exponencial mediante el que se multiplican hasta el infinito las lecturas del símbolo. El desnudo es el naipe cambiante a través del que el artista nos hace partícipes del carrusel del deseo en la virtual intimidad de esas manipulaciones de la luz y la bidimensionalidad; aunque también hay un deseo de la forma. Para el creador la forma es primordial y “lo demás”… es barroco.
Probablemente cita –no podemos asegurarlo- a la publicidad visual. La proa de su navío se parece en mucho al artificio mediático. Quizá es el sueño o la reconstrucción geométrica del tiempo, es decir de nuestra perspectiva renacentista. Lo cierto es que el artista sabe eludir las vías fáciles para acceder a un discurso inusitado, novísimo.
A manera de fotogramas (uno de veinticuatro por segundo) la serie muestra los arcos de medio punto, aceras como espejos, virajes nocturnos del color y zonas de vacío llenándose de girones en una saga de cuasi horror vacui  en la que nos gusta mirar a esa mujer-niña que cubre su cara, pues la desnudez está en sus ojos. Los pasadizos y atmósferas de esta gráfica son habitados por la consunción de una imagen inmanente a toda figuración: el cuerpo de mujer posibilita una figuración accesible que aquí se ha tornado extraordinaria por las transformaciones que opera Alejandro en las coordenadas de su PC.
Pocos artistas aceptan el desafío de la tecnología. Alguien dijo que Delgado era el abogado del diablo. Pues no sólo eso, es el mismísimo diablo; va más lejos que el hiperrealismo al uso, propone alimentar nuestra raquítica ironía hecha de academias y gustos teledirigidos.

Como en un film de Wenders, el horizonte es un vacío, una raya después de la cual los signos naufragan sin remedio. Ahí sitúa este autor toda pretensión de final feliz. La línea ominosa que suele demarcar los límites de la sombra y la luz le sirve para encarar los entusiasmos. Toda insistencia en el pansexualismo de la figuración alejandriana es rebatida con la contundencia del humor negro que antes fue cortado a tijera y ahora es ensamblado con las herramientas del ordenador. La gratuidad de la publicidad es el mejor estribillo que puede calzarle a esta serie cuyo centro gravitacional parece ser la mujer-objeto.

El interminable interior se dilata en el lugar común: algo sucederá. Las bondades de la PC ponen en entredicho la legitimidad de nuestros deseos, transfigura el paradigma de la identidad en unidad de espacio en el monitor, objeto integrado por secuencias numéricas. La fotografía desemboca en una larga reiteración tonal donde se multiplican las referencias hasta diluirse en una marea disparatada, que hubiera querido Tristán Tzara. Heráclito contradicho por Wittgenstein y su sistema binario. Qué sucederá. Consumimos imagen, ya lo sabía Picasso. Nuestro deseo más profundo no es carnal sino su imagen, esa materia evanescente que echa a andar la industria mental en cada individuo.


Alejandro Delgado. Marylin Marx. Gráfica digital. 2003

II

Las imágenes frontales (en su mayoría femeninas) de rostros fusionados en texturas multicolor son el resultado de intervenciones directas en la pantalla, usando las herramientas de la PC como lápices, pinceles, reglas y aerógrafo. A veces retocando y escaseando en doble exposición los “objetos”. Son los Sueños en el Espejo. Alterar la imagen es un divertimento que practica el autor desde hace buen tiempo. En ello cabe apreciar el efecto que propicia un buen programa de imagen  y la impresión en plotter. La Neográfica tiene su propio rigor; antes que nada hay que saber entenderse con los rudimentos del ordenador, así como ser buen dibujante y saber lo que se quiere decir. Tres condiciones para navegar en las aguas de eso que llamamos multimedia.
Otro ingrediente es el audio. Delgado abarca los ámbitos de la imagen cual director de escena. Aquí debe decirse que su melomanía es tangencial y omnipresente en la hechura de la obra.
Llama la atención es esta serie la distancia que ha tomado su espíritu satírico. No obstante, el resultado no carece de segundas intenciones, quizá más formales, en las que ha tomado la vertiente geometrista (remember Vasarely) para entibiar en algo la rigurosa cuadratura de sus figuras. Textura virtual, guardada en la memoria del disco duro, puede editar una o diez mil iguales, hasta diluir su “valor” en un múltiple inimaginable. Una nueva era del collage se abre ante nosotros, tomando en préstamo las autopistas de la gráfica. Si Max Ernst viviera…


Alejandro Delgado. Vermeer y Murillo. Gráfica digital. 2003

III

Hay otra serie: Sueños. El rostro femenino duerme dentro de la concavidad ora calcárea, ora pétrea u orgánica. La imagen tiende a ser fagocitada por sí misma. Serie gótica, en la que el color alcanza connotaciones sónicas de mínima sordidez. Otro género de film en el que las fotos fijas potencian las tramas inéditas. Pirandello en busca de un collage que despliegue la inconfesable tira animada de las pasiones humanas. Son sueños que hubiera deseado Freud, sin exagerar, para aliviar en algo su xenofobia. Demasiado congruentes para ser soñados, sin embargo, renuevan el viejo modo de admirar un collage. De un cinetismo potencial, el rostro femenino gira el vórtice de laberintos metafísicos que semejan fantasmas atrapados en la retina, detritus de otros sueños.
Sabemos que buena parte de la vida la pasamos dormidos, tal vez soñando. De esos sueños algunos son memorables y otros dignos de olvidarse, deleznables. Sin duda Alejandro se ha adentrado en la espesura de estos últimos. El creador no olvida con ligereza, insiste en que algo ha quedado varado en el lenguaje de la frágil memoria, inquiere a la máquina –como en una de Stanley Kubrick- hasta quedar convencido de que puede volver por las peluzas de sueño. Nada es prescindible para él.


Alejandro Delgado. Michelangelo en Seurat. Gráfica digital. 2003


IV

Sombras de Tiempo es el trabajo pulido de un fabulador de la imagen. Fábulas sin moraleja estas que se parten en dos, llevando la simetría por senderos sorprendentes. Diríase que son sílabas de un idioma reciente. Se puede hablar de sincronicidad o de progresión gráfica. Dios sabe cómo llega Alejandro a este pliegue de la temporalidad de una fotografía.
Sin ocultarnos las claves (el flash back cifrado por el color en la segunda foto, por ejemplo, y la fractura del discurso al pasar inconclusa la fotografía en segunda instancia) el autor simula una hiperrealidad que corta el flujo predecible de la imagen en nuestras meninges y a cambio prolonga la polisemia, como dos espejos confrontados.

De una vena poética, los archivos de esta serie resultan deslumbrantes parpadeos que revelan la capacidad de ira y de respuesta al oleaje icónico de nuestro tiempo. Summa de la babilónica cultura de la imagen, la serie anticipa una crítica fundamental a los principios alienantes de toda iconografía. Héroes y tumbas diría Sábato, sirven para enfatizar el proverbial inmovilismo que fabrican los publicistas para las colectividades humanas.
Así obra Alejandro, como los publicistas, sólo que esta vez no nos quiere vender “lo que tú necesitas”. Su idea es de una épica asombrosa. Pareciera que su consigna es depurar nuestra visión antes de intentar ofrecernos una obra de arte, como si no estuviésemos preparados para tanto. Barrer el patio, antes del espectáculo, tantas veces como sea necesario. Y es que no estamos libres de la polución de los mass media.

Así, una larga fila de migrantes replica el horizonte, como corolario de toda familia del tercer mundo. Creando una doble bidimensionalidad a base de introducir una sanguina y sustraer al varón elimina el folcklorismo y la gratuidad de una foto de domingo. Crea un verismo inusual y agresivo, sin cercenar en nada la plasticidad (un atributo poco común en las obras de collage) de la obra. En otra vista, la foto de estudio es integrada al fotograma de un film agrio, también recurriendo al color sanguina. O bien, reaparece el estigma de la publicidad, esta vez de automóviles paradisíacos, transportando a dos peones del campo a una intemporalidad penosa. En otra gráfica, una campesina llora la pérdida de un ser querido y es colocada en un mundo peor que su quebranto, frente al dueño del restaurante de lujo, sustituyendo el fondo. Merece especial atención la vista en que dos lavanderas pobres son trasplantadas a la luna, reflejadas en el visor de un astronauta; allí seguirán lavando a la intemperie (cualquier discrepancia al respecto suena insulsa).

Alejandro Delgado. Marylin en Botticelli. Gráfica digital. 2003 


Delgado conoce los resortes de la ironía y las trampas de la buena fe, para él no hay subterfugio posible. Quiere hacernos compartir el grado de conciencia de responsabilidad que experimenta ante la pretendida inocencia de los mensajes evasivos de los medios masivos. Eso le lleva a mostrarnos su lado lúdico en la estampa donde clona los sombreros de los espectadores de un jaripeo, a la manera de ovnis amenazantes, cómicos. Quizá divertida resulte la estampa en que la bendición de Dios es impartida por la bóveda tapizada de las efigies del Santo Padre y de Hitler, en una densa conjunción de elementos que van desde el niño miserable –en blanco y negro- que abre las puertas hasta la apoteótica explosión nuclear en el centro del asunto.

Leer estos Manifiestos de la ira nos expone al incómodo autoanálisis. Una de las gráficas se refiere al fut-bol, un tema inocuo si se quiere. Pues no, en los pueblos fantasmas (un subproducto de la migración) quienes juegan al fut-bol son las mujeres. Por metonimia sabemos que aquí hay una terrible cita: el fut-bol se ha dolarizado, pues es un deporte por el que se paga caro, aunque todo mundo pueda jugarlo. Se cobra el espectáculo, no el juego.
Lo mismo ocurre con el simple acto de fumar, convertido ahora en una auténtica persecución, estado de sitio, irracional satanización del ritual ancestral. Inquietante.

Otras veces el pesimismo alejandriano lleva al niño que trepa a la resbaladilla hasta una obtusa ascensión sobre un muro con salientes; seguirá su ascenso de por vida, pues en la segunda imagen le acompañan hombres maduros… que empezaron desde niños. Pero la mayor extrapolación gráfica es aquella donde la mujer humilde quiere ser anunciada en la revista Elle, donde naufraga toda dignidad femenina.

Alejandro Delgado. Munch en Escher. Gráfica digital.2003


Un registro implacable de los mitos devocionales –por ende publicitarios- es el de los creyentes cuaresmales, que van y vienen en la misma calle, tornándose insoportable la segunda vista, donde un Boeing sobrevuela las albercas dispersas en un balneario sin fin y los creyentes siguen hacia ninguna parte. Otra excelente fábula es la de los niños del campo que acaban huyendo de sus propias fantasías, convertidos en dibujos animados perseguidos por unos engendros dalinianos. Y qué decir del migrante que camina en la jungla de cemento o de aquella extraordinaria vista donde dos mujeres –madre e hija- caminan entre dos formaciones de pulcros y refulgentes aviones; nunca fue más sutil y corrosivo el collage al situar a la pareja expulsada de la ciudad que se ve al fondo reflejándose en el agua.

Al igual que todos ellos, el migrante no podrá aspirar a saborear la hamburguesa más grande de sus sueños, pues siempre será visto como un ser en blanco y negro, vaya donde vaya. Las artes combinatorias de Alejandro resultan afortunadas gracias a su manejo del color como texto, lo que lo hace deudor del cine. Eso hace de la imagen de las bayonetas una película de horror; la brutalidad bélica es tratada con el cuidado de una estampa japonesa. También el niño que hala un caballo cargado de costales de tierra es sujeto de tales transformaciones desfiguradoras… y el migrante en el puente, conducido a la Babel tenebrosa que recibe al personaje con las fauces abiertas y brillantes.

Cuando Neruda describia el reparto del “mundo a Coca-Cola y Anaconda, Ford Motors y otras entidades” Alejandro no nacía aún. Eso no le resta mérito a la lámina donde los caminantes trashuman entre botellas de refresco. Ha sabido el autor abrevar en la vena del Pop Art sin verse minado por la ramplonería del clisé o del humor involuntario, volviendo fortalecido y sobrio a “tratar” con la imagen prefabricada. Libre de la seducción por el sermón, afirma su lenguaje personal, guste o no. De esa manera, recurrir a las patentes de corso de un Coppola (esos helicópteros en el cielo incendiado) o de un Buñuel (los interiores asfixiantes) puede propiciar peligrosos refrigerios. No se reserva el pronóstico ni cede a la complicidad con un mundo regido por la demencia, ordenado según las constantes de la usura, configurado para el espectáculo. Antes de Goya hubiérase hablado de un escenario dantesco.

Josep Renaud estaría feliz con esta galería de espejos. A cuchillo somete Alejandro el American way of life, las sombras equívocas de las mujeres cargando bebés sin un destino claro, las Revoluciones mexicanas, los basureros y sus ángeles belicosos, los ebrios y heridos arrastrados a los aeropuertos que no los llevarán a ninguna parte. Parece suponer nuestra capacidad decodificadora y la convicción de que toda obra gráfica está cifrada en una trama inteligente.
Fritz Lang, Kurosawa, aportan lo suyo en esa mención del mes de la patria… inalcansable. Los niños depositan su bote limosnero en cada acera, en todo momento. No juegan. Ya no son niños. La troca llevará a la familia hasta el mismo Manhattan. Los artesanos sufrirán el vértigo de la estructura y el jinete irá siempre a contracorriente y despacio.

Pero hay en la saga de Sombras de Tiempo una vista inolvidable, titulada Vereda. Es una foto oscura de una mujer llevando una canasta. La segunda escena es ejemplar, con sus power plants (plantas de energía nuclear) al fondo, después del cementerio de carros y la misma mujer pisando el puente convertido ahora en una adherencia absurda, como tabla de surfing. El acerado índice del artista señala la oscuridad velando la belleza de un crepúsculo.
Finalmente un hombre, evidentemente campesino, asciende a la gloria. Inevitable Spielberg que resuelve la apoteosis de Sísifo, con la Gran Babilonia al fondo y un simbólico laberinto donde deambula una mujer multiplicada. De la miseria al cielo. Ninguna mala conciencia impele a Delgado a formular sus Manifiestos, de modo que podemos estar tranquilos. Se trata de una obra gráfica que no para en autocomplacencias, un autorretrato de la ira.


Alejandro Delgado. Bernini en Duchamp. Gráfica digital. 2003

V

Alguna vez Marcell Duchamp trazó unos elegantes bigotes quebedianos sobre una réplica de la Gioconda. En Juegos Mentales la Mona Lisa lleva falda corta y tacones, para lucir sin brassiere una estampa de Munch en su playera; Munch aparece en un proyecto de Escher, La Misión Apolo pasea indiferente en el Mural de Orozco, las segadoras de Millet cosechan en el campo minado de las Plantas Nucleares, El David de Michelangello se broncea en el cuadro de Seurat , etcétera.
Alejandro elige esta vertiente jocosa de la Historia del Arte para decirnos que el Museo guarda  obras en proceso de folsilización. El arte no está allí. El Museo es Mausoleo, por obra de birlibirloque.
Dadá mostró lo que podíamos hacer con las colecciones de los Museos: recliclage. Es lo que hace este autor. No es su intención divertir sino provocar un nuevo reflejo sobre la característica más entrañable de la obra artística: es una cosa viva, un proceso de meditación, un ejercicio de crítica, una renovación continua del asombro, un pase mágico para intensificar la existencia… no un almacén de mercaderías.

Potable en toda regla, la extensa obra de Alejandro Delgado sigue siendo la consecuencia de una actitud honesta y alegre ante la vulgarización de la práctica artística. Una difícil posición. Un mal ejemplo. Equivocado o no el creador mantiene la congruencia que pide la obra. Su diálogo es transparente. Se dice que la obra es la biografía del autor y esta es la mejor instantánea que podemos intentar en el caso de un artista incesante, que no se arredra ante las nuevas formas de la imagen. Estas series de gráfica digital son evidencia de esa templanza.
                                                                    
 Miguel Carmona. Morelia, Mich. Marzo de 2003



  


jueves, 10 de marzo de 2011

RODRIGO TAVERA pintor




Rodrigo Tavera. Sopa. Óleo/lino. 150 x 150 cm. 2006 


El arte de comer la sopa

Para Anaeréndira


Hará tres lustros o más que Rodrigo Tavera inició una pintura que no deja de insistir en las imágenes de la muerte, considerada ésta en su vertiente humorística. Es sabido que el humor es cosa non sancta entre la gente seria, dada la poca aceptación del asunto en el grueso de nuestra cultura iconográfica. Así, hemos visto en Holbein, Goya, Castro Leal, etc., discursos contundentes, filosóficos, mediante los que atar la muerte es acudir al esperpento y el estereotipo visual de suyo bastante complaciente y solemne. Es con Francis Bacon que comenzamos a aprehender una idea más fresca, en la que el grado de angustia existencial adquiere cotas de plasticidad sumamente altas. Existir es avanzar hacia la muerte; la vida misma es la expresión inadvertida de eso que hemos dado en llamar finitud. Hablamos de la vida humana, la que retratamos en los lienzos. Y, bien visto, no trata de otra cosa la pintura, aún la más espiritual, como la que creció a la sombra de Paul Klee, Kandinsky, Mondrian…

Rodrigo enhebra en el hilo en que está inscrito el corolario de nuestra brevedad. Morimos en medio del carnaval de nuestros desatinos, entre la luz de nuestra memoria y la tenebridad de lo cotidiano, ocupados en mirar al cielo y esperar la voz providencial que nos indique cómo comer la sopa, como pulir los minutos de la resignación. Mas el aliento divino nos reconoce contrahechos, vociferantes, irascibles, menesterosos, famélicos, advenedizos, tangueros, jamás dispuestos a morir.

Rodrigo Tavera. Salomé. Óleo/lino/tabla. 50 x 36.2 cm. 2007


Rodrigo nos muestra el espejo, donde somos fielmente distorsionados y aprendemos el juego de las identidades prescindibles, asumiendo toda suerte de artificios y libretos, incluso los del propio pintor cayendo fuertemente de cabeza de no sabemos qué universo irónico.
Tiene Rodrigo, para mostrarnos, cómo una cabeza de Juan el Bautista es transfigurada por la gigantesca Salomé desnuda que nos da la espalda, justo como el ominoso gigante de Goya. Las coordenadas de nuestra conciencia bíblica arden y reconocemos al profeta en el sacrificio de cada carnero, cada res matada, cada conejo asado, cada pollo destazado a hachazos, pues eso hacemos a diario, sacrificamos, convertimos en sagrado lo más lábil, que para eso pertenecemos a la progenie del homo detritus.
Tensar el aire, esa es la divisa de Rodrigo Tavera. Sorprende que lo logre con empastes cuasi impresionistas y un trazo que rehúsa todo manierismo. El ojo de la res (la cosa) es tan abierto que parece vivo, húmedo, parpadeante, de tan flagrante. Si a eso añadimos un cielo gris, cerrado como un muro…

Rodrigo Tavera. La conversión de san Pablo. öleo/lienzo. 162 x 130 cm. 2008


En otra pieza –La conversión de San Pablo- hay alguien que no sabe qué hacer con un puñal deshollador. Los animales que pinta Arturo Ribera en el cuadro de La Cena reaparecen en Rodrigo como préstamos deliberados, duplicando el texto del cuadro. Cita Rodrigo algunos autores caros a él, caleidoscópico, jugando a no ser. Inevitable evocar la Lección de Anatomía de Rembrandt y aquellos papas delirantes de Bacon. En el arte de la pintura asistimos a un diálogo con las obras, salvando las distancias que los prestidigitadores de la Historia estrenan cada vez. La materia de la muerte es el tiempo, como en la Historia, esa lengua muerta. Morimos de tiempo.

Rodrigo Tavera. Familia de monos. Óleo/lino. 200 x 150 cm. 2008


Familia de Monos es una obra que remite a la pintura bizantina de la que hemos atesorado el ícono, por ser éste el gesto de una era laboriosa en imágenes, como el ex voto, con el laconismo y economía de medios que ha madurado en Tavera como rúbrica de un lenguaje directo, sobrio hasta en la coloración de sus figuraciones. Y alegórica, sumamente alegórica, con la voluntad crítica de un Cuevas o un Géricault.
Así pinta la muerte, con poco pigmento y poco trazo. Fondos oscuros o neutros perfilan a los personajes como entidades hieráticas de una dignidad feroz, pelando los dientes –signo gráfico precolombino de la divinidad- o exhibiendo la red de nervios del cráneo.
Dibuja también, sin perder piso. Hace concurrir ejemplares botánicos, esquemas de larvas, insectos, calaveras de carnívoros, etc., entroncando con los grabados de Goya y haciendo más evidente su relación con la ilustración científica, de la que también Arturo Ribera echa mano. Y es que tenemos tan cerca las cosas que es imposible sustraerse a ciertas complicidades. Nada humano me es ajeno, escribió Plinio.


Rodrigo Tavera. Anunciación. Óleo/lienzo. 100 x 81 cm. 2008

II

Aunque el óleo tiene lo suyo. En Anunciación Tavera asume la pintura sin reservas. La mujer de generosos pechos contempla al ángel heráldico –un mono enseñando los dientes- descendente. Empastado en regla, el cuadro es una excelente pieza, canónico si se quiere, mas de una factura precisa. El instante de ir hacia arriba alude a los conocidísimos asuntos doctrinales del Nuevo Testamento. Sólo que aquí es la atronadora voz de Rodrigo la que alecciona a la figura insólita de la mujer elegida. Todo un escándalo, si es que aún hay quien se escandalice. Y allí está el firmamento denso como una tapia, bocacalle, final del laberinto. La transitoriedad de un instante es dolorosa como el encierro. A qué remitirnos, entonces, cuando pareciera que no hay más espacio. Tal vez al interior, donde suele ser infinito. Aunque no es ese el paisaje preferido por Tavera. También puede leerse el mundo como una enorme prisión y en esto Piranessi ha dicho mucho más con unas líneas negrísimas. No, el encierro del que hablan los cuadros de Rodrigo es el espacio mítico, del que abreva, no obstante. Rara avis de exégesis bíblica, semejante a un evangelio apócrifo la pintura de Tavera.





De cualquier modo, la celebración de esta obra reciente es la del reencuentro con el caballete, en tiempos que pregonan –nuevamente- la muerte de la pintura. Sabemos que la pintura no precisa de sentencias tales y el pintor mucho menos. El flujo y reflujo de las mareas en boga nada tienen en común con el arte de impregnar un lienzo con pigmento y grasa, justo como el Cromagnon. Ya pueden los epígonos de Beaumgarten arrimarse a la obra, libres del lastre de la estética, la política, la religión (o todas a la vez). Nos es grato anunciar que el pintor sigue viviendo entre nosotros los de a pie, sus signos aún nos nombran.


Miguel Carmona Virgen/ Septiembre 12 de 2008/ Morelia, Michoacán. México.

domingo, 6 de marzo de 2011

LA MÁQUINA DE VOLAR

Leonardo da Vinci. Estudio de brazos y manos. dibujo/cartón

LA MÁQUINA DE VOLAR

                                                                                                                                         
Para Jorge Juanes
I

A partir de Leonardo el artista ya no es considerado un artesano que repite las pautas artísticas como patrones inamovibles, perpetuadores de órdenes artísticos que empiezan a ser cambiantes. Ha llegado la era del individuo y su reflexión en torno a sí mismo, a su cuerpo, a su destino. No es casual que su tiempo sea conocido como la Era de los Descubrimientos; no solamente por la obsesiva concepción expansionista de Enrique El Navegante y sus prebendas ultramarinas, sino porque también se llega en esta época a la dilucidación de la circulación de la sangre y a prácticas acuciosas acerca de la realidad visual y la realidad del arte, sus leyes intrínsecas, su insospechada extensión postergada por el poder omnímodo de la Iglesia, el orden feudal y la peste de la guerra, el oscurantismo y la cultura del miedo. Se empezaba a publicar el libro. Se empezaba a pensar voz alta... a pesar de los Savonarolas del caso. Se corrían los riesgos que implica cruzar las fronteras, las culturales y las geográficas, las espirituales y las más íntimas fronteras. Dentro y fuera, el individuo es exhibido, con todas sus vacilaciones y yerros.
El artista se apropia del pasado como un saber común, no más como un saber de dominio. La emergencia de la burguesía favorece esta liberación del artista servil, el ilustrador de su majestad y sus fantasías. Es el Renacimiento.


Leonardo da Vinci. Estudio de caballos. Dibujo a pluma y tinta/cartón

II

El  creador, el que imagina el que vislumbra la obra humana, encuentra su espacio de expresión. Hoy podemos ver la génesis de esa conquista, cifrada en el conocimiento científico, fraguado en los talleres de quienes se entregaban día a día a interrogar cada fenómeno como se consulta un libro. El hombre es la medida de todas las cosas, se dijo, y adquirió forma real un pensamiento que hoy llamamos humanismo: el hombre debe disfrutar al máximo su existencia en este mundo. No más limitaciones operadas por la religión. En este ambiente nació Leonardo.

Vasari ha consignado la extraordinaria imagen de un Leonardo genial, a falta de mejor calificativo. En su Vida de Artistas (1550) cita los lugares comunes que todo mundo maneja para referirse a los hombres emblemáticos de aquella era prodigiosa. Nos seguiremos refiriendo a Vasari, por haber sido parte de esa historia él mismo, poeta, pintor, visionario también de la revolución en la que se vio envuelto.
El mundo, las nacientes naciones, estaba reacomodándose. Había llegado el capital y su correlato la guerra por todos los medios. Roma quería volver a ser el ombligo de Europa, por el deseo del papado que provisionalmente se había establecido allí.

Heredero de la cultura clásica latina y poseedor de una inteligencia fuera de serie, a la par de un espíritu de búsqueda sin precedentes, Da Vinci viviría la efervescencia de la Italia de Julio II, el Papa beligerante. Desde su temprana juventud, el hijo de Piero da Vinci, sorprende por la exigencia de más perfección sobre la perfección. Es el tiempo de la exhaustiva lectura de los clásicos griegos, traducidos por los latinos anteriores a Leonardo. Se abre paso el espíritu crítico que da paso a la ciencia de la mano de Avicena y Averroes, Galeno, sabios de Oriente. Savia vital para el ímpetu del hombre del Renacimiento, el hombre universal que aparecería esquematizado en la portada del libro de Vitrubio con el dibujo a pluma de Leonardo.
Inquirir a la Naturaleza, la Madre. Echar mano de los estudios de Brunelleschi, leídos por Alberti. Comulgar con la Oración de Pico della Mirandola y poner en marcha una nueva visión de la dignidad del hombre. Toda una escuela de pensamiento que dotaría a Leonardo de la suficiente habilidad para elaborar verdaderas tesis en sus obras pictóricas.


Leonardo da Vinci. La virgen de las Rocas. Óleo/lienzo.

III 

El dibujo es la fuente de Leonardo. Cada asunto es sometido a esa piedra de toque. Hay obras que no son otra cosa que dibujo, tan frágil, provisional, pequeño. Paradójicamente, sobrevivirían sus dibujos y no la mayoría de sus obras mayores. No hay grabados de Leonardo, sólo dibujos. Somete al dibujo su pensamiento y su diseño, su caligrafía, todo.
Máquinas, motores movidos por la fuerza motriz del agua, catapultas, emplazamientos urbanísticos, tempestades, diluvios, sueños, Madonnas con el Niño, jóvenes, viejos, caricaturas, estudios anatómicos, alzados arquitectónicos, proyectos escultóricos imposibles, observaciones de flores y plantas, mantos, brazos vestidos, poses, perfiles de San Juan, trazos para la Última Cena, caballos y jinetes, batallas, más máquinas, retratos de Isabel del Este... todo cuanto veía Leonardo. El gran collage fue reuniéndose como en la mesa de un mago. En su Tratado de la Pintura escribe acerca de lo que dibuja y sus anotaciones están hechas para leer con espejo. Leonardo era ambidextro, inagotable. Llegó a anticiparse a Harvey en comentar la circulación sanguínea este amigo de los Papas, el dibujante del Condottiero, el amante de la escultura antigua, el artista que llegó a declarar que la pintura era una especie de ciencia superior, un don depositado en el fondo de los pintores tocados por la gracia divina.
La desmesura, la prisa, tenían en él su presa. Saber, saber, saber. Revolucionar cuanto emprendía. No exageraba Vasari en sus aserciones: Verrocchio abandona la pintura solo de ver pintar a este demonio apoderado del ingenio y la energía de su generación. Leonardo el sodomita, el divino, Leonardo el furtivo anatomista que tuvo que cortar cadáveres de noche, como un ladrón, para dibujar y dibujar las estrías de los músculos, la urdimbre infinita de arterias y venas, nervios y disponerlos en un sistema comprensible para darlo a conocer, para que el papel a punta de plata y carbón fuera convirtiéndose en el escenario donde articular su hombre universal lleno de incógnitas.
Serrar los cráneos y dibujarlos, todo a la vez. Buscar el anima mundi partiendo de cuerpos inertes, fragmentados, azules por la descomposición, fétidos, tendidos en los depositorios de hospitales oscuros, iluminado por velas. Un sujeto irremediablemente inquisitivo, enfermo de saber, incurable. Anota y dibuja. Miles de dibujos acumulándose en esa summa que es el retrato veraz de su entraña. Abre los cuerpos, husmea en las vísceras con la misma pasión e interés con que contempla la formación de las nubes, la maduración de las gramíneas, la verticalidad de las azucenas; interroga a las sombras que aparecen con cualquier gota de luz en cualquier parte, hasta las manchas de la mesa, y dibuja sin cesar... hasta dar con el sfumato que tanta elucubración provocara en el futuro por llevarlo a descomponer la línea en la pintura, hasta abolir los contornos y ofrecer una luz propia a la manera de pintar, de ver, de concebir, de imaginar. Sombra y luz, no color. Acaso pintar con veladuras sobre superficies de color, lavando el negro encima, hasta lograr el brillo más intenso y la sombra más profunda. Acunaba la luz, la luz amada por Rembrandt tiempo después, con velos de una maravillosa técnica traída del Norte, de Flandes, de Van Eick; esparcía la luz sobre los pliegues de la vestimenta de sus personajes, con la tersa, untosa sombra del óleo, esa materia que brilla como la vida misma.
Pocas veces terminó una obra y no pocas veces sus obras terminadas se vinieron abajo por exponerlas a la inevitable experimentación que nacía de él como imperativo infranqueable. Como un ser de otro mundo, laborioso y fecundo, lúcido y obstinado, se dio tiempo para observar su propia obra, tañer la lira, cocinar, trazar la geometría divina para formular las secciones áureas en sus obras. Matemático, lógico, jamás dejó de dibujar. Su hombre de Vitrubio, su autorretrato ya viejo, las guirnaldas, el peinado inaudito de Leda visto desde todos los ángulos posibles, tantos dibujos como la interminable cuenta de lo que veía.
Quien tuviera sus ojos, sus dos hemisferios cerebrales, su implacable registro memorioso.

Leonardo da Vinci. Mona Lisa. Oleo/lienzo.

IV

Dijo que él podría pintar La Virgen con Santa Ana y el Niño y no la terminó. Sus urgencias eran más que su vigor. No así su pericia para contemplar, dejar pasar el tiempo, pasar en silencio a solas las páginas de su memoria, renovar las preguntas... mientras los patrones desesperaban.
Ciertamente desesperante Leonardo, para Monjes, Papas, Médicis, artistas. Miguel Ángel escaparía a Roma para no verlo dejar tanta labor inconclusa, tanto pentimenti. El veía la luz, la infinita disposición de las cosas del tiempo dentro de esa luz y pareciera que deseaba mantener un rasgo imperecedero de aquello en sus dibujos, como una escritura automática, dibujaba, dibujaba.
Estamos entre el siglo XV y XVI, cuando Roma quiere ser de nuevo el ombligo del mundo. Roma, que ya había fagocitado al Cristianismo y expandido su imperio con la doctrina de Jesús. Roma que llamaría a Leonardo, Rafael, Miguel Ángel para fraguar su destino manifiesto.
Poder, poder sin más, poder de Imperio, glorificado con la magnificiencia del mármol y el oro, con la concurrencia de los artistas más completos de aquel tiempo tan breve.
El hombre es la medida de todas las cosas, reza el aforismo. Con esa convicción caminaba Da Vinci, fructificando su idea, de obra en obra, de un campo a otro, de la desazón por encontrar una manera para representar a Cristo en la Cena, a la fría prospección de una máquina de guerra. De la máquina de volar al vestuario de pajes de la corte. De cabezas de la Virgen para la Anunciación a Baroncelli colgado, De la Adoración de los Magos, con la escalinata donde luchan caballeros sin cuartel, a las alegorías del placer y el sufrimiento, dibujados en un sólo cuerpo con dos cabezas de joven y viejo, espigas y flores.
Dibujando, raspando la punta de plata sobre el papel preparado, dibuja su propia historia Leonardo; la misma historia de los ángeles de dedos largos que parecen guiñar un ojo al veedor; la historia del hombre circunscrito con sus brazos extendidos.

Leonardo da Vinci. El Hombre de Vitruvio. Dibujo a tinta/cartón

V


Casi siempre desnudos, como los tenemos configurados en la duramadre, los esbozos de cuadros –salvo la Virgen- están dibujados sin ropa, y casi siempre anotados, como si la caligrafía les otorgara tierra firme a los dibujos.
En Londres, Milán, París, Florencia, está la obra gráfica, preservada como gema; los dibujos que han permeado la memoria de los siglos. Ver y dibujar, escribir junto a los dibujos para ver las palabras. Todo es mirar en Leonardo. Y hacer ver. Para su Adoración de los Magos dibuja una lección de perspectiva, donde jamás terminan de batallar jinetes y caballos, donde siguen erigiéndose atalayas para otear el horizonte guiados por las líneas de fuga. Para probar ideas narrativas, las de Alberti. Sabía Leonardo que la vida es breve y el tiempo inexorable.
Y sus máquinas empujadas por innumerables desnudos perfectamente trazados en el pliego; sus establos proyectados, sus basílicas, acueductos, ciudades de dos niveles de vías, su obsesiva figura de caballos impecables para los que haría un libro de anatomía, pretextando una estatua ecuestre para Francesco Sforza que nunca se fundiría. Retratos de Apóstoles para uno de los últimos frescos de la historia de la pintura, esos retratos que perdurarán en la hoja de papel, pues Leonardo probaría algo errático: mural al temple con retoques de óleo.

Este es el hombre del Cinquescentto, el nuevo hombre que representa la idea como un fruto humano, de este mundo. El que dibuja los embriones como cálices dormidos en mitad de la corola abierta del útero de una flor inimaginable para su tiempo, que deja ver sus venosidades , su cordón umbilical, sus membranas. El que mira dentro del cuerpo, epitelio por epitelio, en busca de respuestas.
Observó el cielo, la tierra, las ramas de los árboles dobladas por el peso de sus frutillos; observó las espigas de la maleza de los jardines y campos. Retrató a César Borgia con sanguina, tan cara a sus preferencias. Dibujó a Neptuno guiando sus caballos de mar, enfatizando sus cabezas furiosas y los guerreros de la Batalla de Anghiari que vio Rubens. Bailarinas, Ángeles, ropajes, torsos de viejos y anatomías comparativas, pelvis de caballos y de hombres, fragmentos anatómicos y el magnígico dibujo de Santa Ana con la Virgen y el Niño con San Juan Niño.



Leonardo da Vinci. Santa Ana con la Virgen y el Niño. Óleo/lienzo


VI

El dibujo es el estado natural de nuestra visión del mundo. Leonardo modela con el lápiz como si estuviera creando un relieve, como si fuera a acuñar una moneda, ligero y definitivo, con las sombras del sfumato surgiendo de la luz que provocan. Quizá abandonaba sus cuadros por ser demasiado coloridos y él buscaba en las veladuras cómo atemperar el color, para que la luz viniera de esa película que parecía querer cubrirlo todo. Obraba al contrario de la naturaleza, queriendo imitarla, retratarla con sumo tacto, en el entendido de que los grados de color estaban contenidos en el gradiente del sfumato. Dibujante por excelencia, hallaba la manera de evocar el aire mediterráneo que difumina las formas en la distancia y las dispersa como una bruma suave allá en el fondo.

Leonardo da Vinci. Dibujo y notas de la máquina de volar. Tinta/cartón

VII


Pinta la luz. La ve, la crea a partir de su idea de perspectiva.
Al final de su vida dibujaría diluvios, cataclismos, tormentas sobre ciudades. Pintó a Juan el Bautista como el efebo andrógino que llamarían Bacco sus contemporáneos, pues no acababa de dejar sus patrones grecolatinos antiguos, como aquellas Musas del tiempo de Adriano y los antiguos sarcófagos romanos.
De lo que sobrevivió, que está en el Louvre y que al parecer nunca dejó de llevar consigo, La Gioconda nos ofrece un botón de muestra. Si es o no Mona Lisa del Giocondo no nos importa. Es el primer retrato en la historia de la pintura y si sonríe o no tampoco nos importa, pues vemos en el cuadro el manifiesto poético de Leonardo el eterno insatisfecho. Allí está Mona Lisa, con el fantástico paisaje al fondo como el feliz colofón de una vida entregada a dar fe del despertar de la conciencia científica y artística.

Miguel Carmona Virgen. Morelia, Mich. Junio de 2006















sábado, 5 de marzo de 2011

APROXIMACIONES A LA ISLA V

Roberto Fabelo. Memorias. Óleo/lienzo. 150 x 109 cm. 2006


APROXIMACIONES A LA ISLA V

¿Dónde pongo lo hallado?
Silvio Rodríguez

1

Autor plástico de extraordinaria lucidez, Roberto Fabelo resulta familiar por la raigambre común que nos liga a una de las tradiciones artísticas más hondamente populares, la picaresca, propia del Barroco del llamado Siglo de Oro. En modo alguno esto resulta hiperbólico, pues el humor ha permitido el desarrollo de una identidad irrefutable, que en México tiene su expresión más lograda en José Guadalupe Posada. Al pie de la página podríamos anotar una larga fila onomástica que avale nuestro aserto, pero no es la intención de este pequeño texto.

Al parecer, la palabra escrita es una realidad no demasiado visitada por los creadores visuales y suele ocurrir que otros digan lo que el pintor acaso no quiso decir. Con Fabelo no es necesario argumentar. Su mirada es barroca, su pulso también y, para colmo, la factura y las intenciones de su obra se orientan por las coordenadas más agudas de la sátira, a sabiendas de que el lenguaje plástico también entraña el riesgo de la autocomplacencia. Tal vez por esto último el autor ha tenido que pulir sus herramientas en grado superlativo.
Para Caridad Blanco de la Cruz, isleña, la violencia y el espanto son las constantes en la obra del cubano. Asimismo, Hortensia Montero Méndez al comentar la obra anuncia que el autorretrato de Roberto ha quedado inscrito en la nómina de la colección de la Galería de los Uffizi, en Florencia, por decir lo menos.
Pero Fabelo ha escrito que no logra curarse del dibujo. Esto es harto difícil de aceptar; sin embargo, ratifica nuestras observaciones acerca del vigoroso corpus dibujístico de la plástica de Cuba, al menos en lo que se refiere a los autores contemporáneos. Digamos que el dibujo no representa enfermedad alguna; la transparencia del trazo no es atributo gratuito. A veces decimos que el mal nos fortalece, cuando no es letal; en cualquier caso el dibujo es una de las prácticas más prestigiosas, guste o no, en todas partes del orbe. Sobra añadir que enfermos como este gozan de cabal salud, si no que lo diga la tremenda musculatura de su expresión, que raya en lo catastrófico, de tan puntilloso. La cota de ironía alcanzada en su obra facilita el acceso a las figuras rabelaisianas y quijotescas de nuestro mundo. Bufones, ninfas, monstruos. Lo sutil pavoroso, algún día llamado real maravilloso, acuden a la cita del artista, a dialogar en silencio acerca de cómo las horas maduran los frutos de un eterno verano en el trópico. Todo se irá, parecen decir, excepto la cacerola perenne como el hambre. Quién que es no sabe de hambres.


Roberto Fabelo. Memorias (serie). Crayón/cartulina. 100 x 70 cm. 2006
2

Rubens acude. La gestualidad de mozos figurados en una vestimenta anacrónica torna irrisoria la hierática y adusta actitud de personajes de feria, acompañados de una fauna fantásmática, coronando casi siempre la testa de los convidados. Rotundas mujeres muestran sus carnes como se muestran los frutos en composiciones circulares, llevando en su cabeza el tocado magnífico de una concha marina, reminiscencia del Condottiero leonardiano. Sirenas, sirenas, sirenas, coronadas de Nautilus coronados de rinocerontes o pájaros de la aurora. Es Rubens arrimándose a las nuevas alegorías, ya sin monarcas ni fastuosos contingentes cristianizantes. De dónde ha salido esa gente. Concebir el busto de perfil de un mancebo negro coronado por una sirena desnuda –y de qué otro modo, si no- es la gracia de la imaginación serena. Y sin embargo no cede un ápice.

En algún lugar hemos visto esa sirena lúbrica y esos niños asomados a la orilla del tazón pletórico, chorreante, viejo, reutilizado ahora en festinar la pupila mordaz, dejado inconcluso, apenas a punto. Dónde, dónde, dónde. El creador es el que sabe qué hacer con lo que ve. El pintor a veces; cuando mucho, acierta a cubrir el lienzo, el cartón, la superficie. Fabelo deja inacabado el asunto una vez que da con el ángulo justo, como Goya, como Rembrandt. Estamos arrivando a una sensibilidad más madura, con mayor inteligencia para construir, participar de la obra que nos ve. La técnica –escollo caro a los ciegos- es un puerto solamente; al creador corresponde levar anclas, izar velas, remar si es necesario, realizar el viaje. Esto es un mirón, un ser que ha perdido la inocencia al mirar y no cesa de inventar pasajes de ida y vuelta hacia lo que ha visto, hacia su propia hierofanía. Para ello insiste en dialogar con el tiempo, donde hay grandes extensiones habitadas por la forma, que es la expresión vital de nuestra aventura. Aunque tuviera que interrogar a Balzac, a Cervantes, a Quevedo, a Torrente Ballester, al mismo demonio, no se queda a complacer a nadie; a diario emprende ese periplo a través de los siglos hasta la reiteración, que no es cansancio ni renuncia, sino aliento puro, inaugural del mismo drama humano. Ningún muerto, ninguna entelequia, ninguna apuesta, solamente el curso de la vida, no de la historia. No es casual que haya recibido tantos premios, como el Nacional de Artes Plásticas. Es que pinta de verdad.

La luz en que sumerge sus innumerables personajes es lo que enferma, aunque nadie querrá ser aliviado de la peste fabeliana, donde la virgen mira de perfil y ese perfil es el de las monedas de todos los tiempos, así como el ornamento que lleva en la cabeza. Alguna vez alguien nos preguntaba si nos hacía falta algo en la cabeza, pues dibujamos alimañas en nuestros personajes. Nada falta, nada sobra. La iguana –en nuestro caso- está en su lugar. Fabelo nos presenta el Rhinocerus, aquel espécimen que Durero dibujó ¡a partir de una descripción naturalista!, sobre la cabeza de la joven de ojos brillantes. De cualquier modo, nadie ha visto eso y a partir de Fabelo deja de ser un misterio el ámbito onírico al que somos llevados para admirarnos de tanta fauna reunida en un bestiario que susurra con suavidad las virtudes y vicios de la res humana. Simbióticas, las especies constituyen concilios y asambleas insólitos, gracias a la impecable factura del carayón de óleo (pastel de óleo), a la manera de Toulousse-Lautrec y a su elegante coloración, respetuosa del dibujo, que produce una luz diurna. Tal vez esa es la violencia a que alude Caridad Blanco: la resultante de una factura impecable, al grado de permitirse no terminar los cuadros. La riqueza del dibujo impera en toda su obra.


Roberto Fabelo. Homenaje a Balthus en el muro del Malecón. Acuarela/cartulina. 113 x 152 cm. 2002

3

Es verdad que dispone de sus personajes en escenas, como el mejor Hogart. No obstante ello abre una lectura más, en la que reactiva el escenario del gran guiñol, muy poco citado en la plástica. Con ello el artista circunscribe sus personajes en la órbita hogarthiana, de origen gráfico. Drama dentro del drama, como en las matrushkas. La densidad de pensamiento es un rasgo nada frecuente entre los pintores que, con frecuencia, terminan siendo meros ilustradores, como Doré, Tenniel, etc. Fabelo no ilustra, pinta, sin el menor recato; sus cortinajes enfatizan el proscenio y recortan las diversas escalas con que impone grados de importancia a los personajes, que llevan máscara y mascotas, tildes con los que acompañan su salida a escena. Como en un friso egipcio, asigna estaturas varias para los participantes en la inmensa ópera bufa donde no faltan las historias de amor a manera de odas grotescas.

Faisanes, rinocerontes, peces, canes mansos, pelícanos, enanos elegantes, todos llevan la divisa de una corte que bien puede ser actual o intemporal, cubana o no. El artista recupera el humor para sobrevolar la circunstancia insular. Ya no importan las señas particulares de la comedia, pues sabemos –como diría Cabrera Infante- que la Isla seguirá ahí al amanecer en el Trópico.


Roberto Fabelo. Autorretrato. Óleo/lienzo. 101 x 81 cm. 2002

4

Qué nos dice el gran pez rojo asistido por la cortesanía de las sirenas coronadas, los varones engolados y tristes y esos angelotes de alas postizas, en medio de los pajarracos con frutos maduros metidos en una fuente de sopa sobre la mesa. Fabelo ha dicho que en los utensilios de la mesa está inscrito el drama de las gentes. Sin duda. Sin embargo queda un remanente más allá del enlistado de nuestra pobre condición humana. Qué es.

Hay una sirena dormitando, espigada, doblada sobre sí en el escenario, en tanto la parafernalia marina acicala sus ropas y ensaya sus pantomimas. Además un pelícano descomunal asiste cual director escénico y los urogallos y pavos son montados por mujeres desnudas ante un telón de fondo con peces pintados. Una escena congelada por el ojo adivinador de la identidad múltiple en los sujetos pintados. Roberto ha visto todo eso y, según Borges, con ello basta para volverlo real. No dudamos que haya visto el caracol marino depositarse en la arena tras la marea, ni que haya visto a la sirena convertirse a diario en mujer cálida, seducida, canjeada, confundida por gnomos a lomos de faisán dorado. La ópera inédita que ha visto fue ganando terreno en su pintura, asomando como el seno femenino por entre la muchedumbre anunciando una celebración, pese a las barcas listas para partir y las abandonadas a la orilla. La mujer permanece, decidida a terminar el acto; cumple su parlamento con engendros y avifauna vecinos, disfrazada o desnuda, despierta o vencida, permanece.

Alegre melancolía la suya, que dicta a sus criaturas los camuflages pertinentes, cargándolos de una multiplicidad de sentidos evocadores del Bosco y sus alegorías persuasivas. Burlescos, cual estatuas de la patria o emblemas de nobleza, los desnudos de esta obra fragmentan el drama hasta el infinito, ensamblándose como en un collage creciente, dibujados apenas en su investidura circense, como la gran piña central rodeada de carnosas hembras, frutos venéreos abiertos y el pez siempre el pez volviendo, aunque transfigurado en pez inmanente, aterradora y simplemente próximo.

La obra infinita del creador pocas veces ha sido expuesta en esta forma incesante, en la que no termina la mise en escena cuando ya estamos en otra cosa que es la misma con nuevo traje recitando los mismos renglones de siempre. Había que llegar hasta ahí, con tanto retrato pesadillesco y gallos de pelea, perros guardianes gemebundos, frutos desollados y abiertos, secuencias kafkianas de actos fallidos, malabares, acrobacias, para develar la rabia del basilisco insomne y el sueño de la sirena perfilada como una isla ebria tendida sobre el océano.
Basta uno solo de estos dibujos para descifrar la vextraordinaria vigencia del Barroco de Velázquez, la feroz ironía de un artista capaz de intensificar la existencia sirviéndose de la urgente anatomía de mujeres maduras y vírgenes coronadas de inocuos caracoles marinos. Tour de force, travesía de rigor la de este señor de la pintura.


Roberto Fabelo.Catedral. Naturaleza viva o casi muerta. Crayón/papel kraft

5

Luego llegaron las cacerolas donde han sido empequeñecidas las figuras, obviados los personajes, despoblado el tinglado. Solamente quedan las cacerolas, tiznadas, rebozantes microcosmos para sirenas reducidas a mostrar el torso y el tocado, jóvenes, esbeltas; los trebejos de la cocina, alrededor de los que un día se reunió la familia, el amigo, el huésped. Último reducto del paisaje con barquitas apenas trazadas en un esgrafiado desesperante y seres desfigurados y anhelantes agarrados a la orilla altísima del tarro, la sopera, la cafetera. Kafka revisitado. No más sirenas, se ha ido la corte y los bellos pájaros volaron hacia ninguna parte; cayó el telón, apagó su miscelánea. Solo quedan esos cacharros apilado con algunos náufragos.

Fabelo va sintetizando el escenario. Ahora el crayón se embarra y el color se repliega hasta desaparecer. Ha vuelto al dibujo puro, utilizando el color del soporte y unos cuantos trazos esgrafiados, en un formato más grande y desprovisto de horizonte.

Lejos queda el famoso autorretrato con la calva poblada de fauna conocida; un rinoceronte, una bellísima sirena, un gallo curioso… Pareciera reír de sí mismo. Quien no ríe de sí mismo es un imbécil, suele decirse. Proyecto cumplido, la obra de este artista renueva la tradición iniciada por una plástica célebre, la de Lamm y una escritura raras veces aludida, de Alejo Carpentier.


Miguel Carmona Virgen. Morelia, Michoacán. Julio 2007.