Corrido La soldadera maderista. Dibujo en zinc.
Para Ana Eréndira, mi hija.
De
alguna manera, cierto pensamiento nacionalista postrevolucionario (década de
los ‘40) identifica las señas particulares de una masa segregada en el pasado
reciente, consignada en las innumerables planchas que Posada había roturado,
ora en la piedra litográfica, en la madera, el plomo, el zinc, en los talleres
donde fue consolidándose como un extremo dibujante aplicado a la reproducción
múltiple, perfectamente engarzado en la tradición de la estampa. Heredero de
una tradición gráfica proveniente de la litografía europea, Posada opta por la gubia
y, sucesivamente, por el buril y el ácido, cuyo registro permite copias ágiles y
una intensificación y enriquecimiento de la imagen impresa. Puede pensarse en
la popularidad de la estampa religiosa, de intención enteramente moralizante, en
la época de transición de una sociedad preindustrial a otra cuya modernidad resulta
discriminatoria del grueso de la población en su mayoría analfabeta. Se
entenderá que la hoja volante de un centavo cobraría tal vigencia que
mantendría el decir cotidiano como la forma comunicacional por excelencia en
aquellas mayorías para las que lo moderno estaba vedado dada la persistencia de
una descarnada expoliación de la fuerza de trabajo típica del sistema de
haciendas y su consiguiente nulo acceso a la cultura; es entonces que en esa
hoja efímera aparecen las letras del corrido, ilustradas con impecables y
rápidos trazos en los que se figuraba el suceso público narrado en las
cuartetas cantables. Estos corridos eran escritos por gente especializada en el
género, cuyo oficio mantenía una vieja costumbre en la que se contaba y se
cantaba de cara a un público iletrado. Trovadores, formados quizá en la escuela
del romance español, que tenía la forma corrida
de cantarse, o portadores de alguna vena autóctona sobreviviente a lo largo del
período independentista y la época de Reforma; así el verso popular fue
registrado abiertamente para su consumo, gritado o cantado en las esquinas de
los pueblos y ciudades, como lo habían hecho aquellos ciegos que pregonaban los
pliegos de cordel en la Europa medieval.
En
el contexto postrevolucionario, ya institucionalizada la vida política y cuya
actitud legitimadora del pensamiento nacionalista precisaba de formas
populistas en su discurso, reaparece José Guadalupe Posada, mitificado como un
hacedor de identidad nacional, acorde con la intención educadora de los nuevos
tiempos. La voz cantante de la intelectualidad metropolitana, en 1946, es la
piedra de toque de la entronización de Posada como símbolo de mexicanidad. Para
entonces ya la radio difundía la música del corrido con un alcance que las
modestas hojas de colores del taller de Vanegas Arrollo –y sin duda de otros
muchos talleres- no habían tenido décadas atrás.
La
décima, el corrido, las calaveras y refranes del pueblo, fueron ilustrados por
gente como Posada, Manilla y otros, con la espontaneidad de gesto gráfico que muestra
la formación no académica del pulso. En la obra del ilustrador Posada puede
verse la hechura de quien ha asimilado la línea modernista de la imagen
publicitaria de todo tipo: jabones, cajas de cerillos, tabaco, dulces, telas, perfumes,
etc. Era el tiempo en el que la imagen preciosista del Art noveau signaba el mundo visual de las artes; venido a México
por la vía del afrancesamiento en boga, este movimiento finisecular permeaba la
labor del editor, que era todo: tipógrafo, impresor, grabador, ilustrador y
escritor, una especie de “hombre del Renacimiento”. Acusa Posada esa
influencia, sobre todo en las portadas de sus cancioneros.
En
el área de divulgación de la letra de corridos despliega Posada su repertorio
de caracteres en una larga serie de personajes populares y situaciones varias,
que van desde incendios, inundaciones, cometas, parricidas, etc, hasta el
momento álgido de la gesta revolucionaria en la que el ilustrador obsequia las
efigies de capitanes, generales, caudillos, fusilamientos. Quizá en la historia
de este país no hubo jamás un momento en el que el arte popular estuviera inmerso
en la vida de tal forma que sus vestigios se han convertido en referencia
obligada de académicos y artistas por igual, por su carácter documental y por
significar un hito insuperable en la cultura gráfica ligada al tronco anónimo
de las expresiones colectivas más profundas de que se tenga memoria.
En
la hoja suelta el tipógrafo acomoda la orla, el texto y la ilustración a la
velocidad de los acontecimientos, lo que propicia ese acabado característico de
lo emergente, lo apresurado, lo necesario. Una forma de prensa de multitudes
acorde con los vertiginosos cambios en el ambiente y la amplia variedad de
noticias y extrapolaciones narrativas, acogió de modo natural a la cuarteta del
corrido, la estrofa de la décima y el verso refranero del dominio público,
ilustrado todo ello con la soltura y agudeza de un dibujo que evoca un tanto el
Goya de los Desastres de la Guerra y
los Caprichos y Disparates, o el contemporáneo Daumier.
El
corrido es lengua natural de las multitudes. Se crea, se interpreta y se
consume en el pueblo, a quien Víctor Jara denominara Juan sin tierra; está en el ser popular el octosílabo y esa
cadencia cruda que lo hace fácilmente memorizable, transmisible. De esta vena,
bien entrado el siglo XX, tenemos noticia a través de uno de los últimos
trovadores: Chava Flores.
El
nacionalismo postrevolucionario, pues, quiso reivindicar la forma poética llana
al adoptar la obra y figura de Posada, el artesano en cuyas manos fue
fraguándose el personaje entrañable de un pueblo confinado a la superstición,
el temor y la rabia; un personaje que no tenía más rostro que el silencio y la
resignación y que había tenido que jugar su papel de carne de cañón en la
guerra fratricida. Se dice que es esta la etapa terminal del corrido en su
forma tradicional de glosa medianamente épica de personajes admirados o
queridos por la muchedumbre. Quizá a eso se refería Diego Rivera cuando vistió
la Catrina del brazo de su autor en el mural Sueño de una tarde en la Alameda Central. De cualquier modo, la
obra del grabador nunca se apartó de la probable interlocución con la gente de
a pie, gente que no sabía del incalculable valor de la hojita de color que
compraba por unos centavos en la esquina de la calle, quizá expendida por el
cilindrero, el indigente, o el ciego del barrio, justamente como los antiguos ambulantes
medievales.
El
filón humoral de la obra de Posada asoma en cada una de sus ilustraciones,
incluso en las de los corridos previos a la guerra de Revolución. Hay mucho de
la jocosidad y fatalismo populares, que el dibujante acierta a mostrar y que,
favorecerían el éxito innegable de las baratas hojas volantes que han llegado
hasta nuestros días. Es el dibujo de este cronista de un desenfado a veces
rayano en lo grotesco, aunque afín a los contenidos del impreso. Puede decirse que,
estéticamente, la obra de Posada es del todo consistente por la plasticidad con
que resuelve los asuntos, comunica y alimenta la percepción cifrada en signos
propios de una larga tradición cultural, derivada de la invención de la
imprenta. Para la multitud, las hojas volantes fueron los libros en los que
había que ver y verse, páginas aleatorias cercanas a la voz de los que nada
tenían que perder… y quizá, por el azar combinatorio, donde muchos aprenderían
a leer de la manera más inimaginable aún, porqué no.
Miguel Carmona
Morelia, Michoacán.
Agosto 2013.