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sábado, 10 de agosto de 2013



Corrido La soldadera maderista. Dibujo en zinc.
 
 
 
José Guadalupe Posada/ Vox pópuli

 

Para Ana Eréndira, mi hija.

 
Bien sabida es la dimensión que ha cobrado la figura de Posada en el ámbito de las artes del país, como sabido es que el valor de su obra está inscrita en el marco del arte global, gracias a sus valores plásticos, a su carácter eminentemente documental y, no menos importante, al registro del humor de un pueblo. Hace cien años de la desaparición del que fuera un incesante productor de imágenes impresas en la fábrica de Antonio Vanegas Arroyo, en la ciudad de México, en plena turbulencia de un país que dejaba la época de la dictadura porfiriana para entra en la tierra de nadie de la modernidad recién entrado el siglo XX. A la luz de un siglo puede intentarse una lectura de cierta profundidad en torno a la obra del grabador de Aguascalientes, no tanto a los pormenores de su vida, que han pasado a segundo término; resta considerar la huella de su obra como inusual crónica de un tiempo trágico; una crónica operada desde el sector social más desprotejido, al que nunca se otorga voz sino por la vía del vigoroso talento de un individuo excepcionalmente dotado de sentido crítico y una extraordinaria capacidad de potenciar el dibujo y el grabado al grado máximo de su expresión.

 

 
 
 
De alguna manera, cierto pensamiento nacionalista postrevolucionario (década de los ‘40) identifica las señas particulares de una masa segregada en el pasado reciente, consignada en las innumerables planchas que Posada había roturado, ora en la piedra litográfica, en la madera, el plomo, el zinc, en los talleres donde fue consolidándose como un extremo dibujante aplicado a la reproducción múltiple, perfectamente engarzado en la tradición de la estampa. Heredero de una tradición gráfica proveniente de la litografía europea, Posada opta por la gubia y, sucesivamente, por el buril y el ácido, cuyo registro permite copias ágiles y una intensificación y enriquecimiento de la imagen impresa. Puede pensarse en la popularidad de la estampa religiosa, de intención enteramente moralizante, en la época de transición de una sociedad preindustrial a otra cuya modernidad resulta discriminatoria del grueso de la población en su mayoría analfabeta. Se entenderá que la hoja volante de un centavo cobraría tal vigencia que mantendría el decir cotidiano como la forma comunicacional por excelencia en aquellas mayorías para las que lo moderno estaba vedado dada la persistencia de una descarnada expoliación de la fuerza de trabajo típica del sistema de haciendas y su consiguiente nulo acceso a la cultura; es entonces que en esa hoja efímera aparecen las letras del corrido, ilustradas con impecables y rápidos trazos en los que se figuraba el suceso público narrado en las cuartetas cantables. Estos corridos eran escritos por gente especializada en el género, cuyo oficio mantenía una vieja costumbre en la que se contaba y se cantaba de cara a un público iletrado. Trovadores, formados quizá en la escuela del romance español, que tenía la forma corrida de cantarse, o portadores de alguna vena autóctona sobreviviente a lo largo del período independentista y la época de Reforma; así el verso popular fue registrado abiertamente para su consumo, gritado o cantado en las esquinas de los pueblos y ciudades, como lo habían hecho aquellos ciegos que pregonaban los pliegos de cordel en la Europa medieval.  

 

En el contexto postrevolucionario, ya institucionalizada la vida política y cuya actitud legitimadora del pensamiento nacionalista precisaba de formas populistas en su discurso, reaparece José Guadalupe Posada, mitificado como un hacedor de identidad nacional, acorde con la intención educadora de los nuevos tiempos. La voz cantante de la intelectualidad metropolitana, en 1946, es la piedra de toque de la entronización de Posada como símbolo de mexicanidad. Para entonces ya la radio difundía la música del corrido con un alcance que las modestas hojas de colores del taller de Vanegas Arrollo –y sin duda de otros muchos talleres- no habían tenido décadas atrás.

 

La décima, el corrido, las calaveras y refranes del pueblo, fueron ilustrados por gente como Posada, Manilla y otros, con la espontaneidad de gesto gráfico que muestra la formación no académica del pulso. En la obra del ilustrador Posada puede verse la hechura de quien ha asimilado la línea modernista de la imagen publicitaria de todo tipo: jabones, cajas de cerillos, tabaco, dulces, telas, perfumes, etc. Era el tiempo en el que la imagen preciosista del Art noveau signaba el mundo visual de las artes; venido a México por la vía del afrancesamiento en boga, este movimiento finisecular permeaba la labor del editor, que era todo: tipógrafo, impresor, grabador, ilustrador y escritor, una especie de “hombre del Renacimiento”. Acusa Posada esa influencia, sobre todo en las portadas de sus cancioneros.
 
 
En el área de divulgación de la letra de corridos despliega Posada su repertorio de caracteres en una larga serie de personajes populares y situaciones varias, que van desde incendios, inundaciones, cometas, parricidas, etc, hasta el momento álgido de la gesta revolucionaria en la que el ilustrador obsequia las efigies de capitanes, generales, caudillos, fusilamientos. Quizá en la historia de este país no hubo jamás un momento en el que el arte popular estuviera inmerso en la vida de tal forma que sus vestigios se han convertido en referencia obligada de académicos y artistas por igual, por su carácter documental y por significar un hito insuperable en la cultura gráfica ligada al tronco anónimo de las expresiones colectivas más profundas de que se tenga memoria.
 

 

 
 
En la hoja suelta el tipógrafo acomoda la orla, el texto y la ilustración a la velocidad de los acontecimientos, lo que propicia ese acabado característico de lo emergente, lo apresurado, lo necesario. Una forma de prensa de multitudes acorde con los vertiginosos cambios en el ambiente y la amplia variedad de noticias y extrapolaciones narrativas, acogió de modo natural a la cuarteta del corrido, la estrofa de la décima y el verso refranero del dominio público, ilustrado todo ello con la soltura y agudeza de un dibujo que evoca un tanto el Goya de los Desastres de la Guerra y los Caprichos y Disparates, o el contemporáneo Daumier.

El corrido es lengua natural de las multitudes. Se crea, se interpreta y se consume en el pueblo, a quien Víctor Jara denominara Juan sin tierra; está en el ser popular el octosílabo y esa cadencia cruda que lo hace fácilmente memorizable, transmisible. De esta vena, bien entrado el siglo XX, tenemos noticia a través de uno de los últimos trovadores: Chava Flores.
 
 
 

 
 
El nacionalismo postrevolucionario, pues, quiso reivindicar la forma poética llana al adoptar la obra y figura de Posada, el artesano en cuyas manos fue fraguándose el personaje entrañable de un pueblo confinado a la superstición, el temor y la rabia; un personaje que no tenía más rostro que el silencio y la resignación y que había tenido que jugar su papel de carne de cañón en la guerra fratricida. Se dice que es esta la etapa terminal del corrido en su forma tradicional de glosa medianamente épica de personajes admirados o queridos por la muchedumbre. Quizá a eso se refería Diego Rivera cuando vistió la Catrina del brazo de su autor en el mural Sueño de una tarde en la Alameda Central. De cualquier modo, la obra del grabador nunca se apartó de la probable interlocución con la gente de a pie, gente que no sabía del incalculable valor de la hojita de color que compraba por unos centavos en la esquina de la calle, quizá expendida por el cilindrero, el indigente, o el ciego del barrio, justamente como los antiguos ambulantes medievales.
 
 

 

 
El filón humoral de la obra de Posada asoma en cada una de sus ilustraciones, incluso en las de los corridos previos a la guerra de Revolución. Hay mucho de la jocosidad y fatalismo populares, que el dibujante acierta a mostrar y que, favorecerían el éxito innegable de las baratas hojas volantes que han llegado hasta nuestros días. Es el dibujo de este cronista de un desenfado a veces rayano en lo grotesco, aunque afín a los contenidos del impreso. Puede decirse que, estéticamente, la obra de Posada es del todo consistente por la plasticidad con que resuelve los asuntos, comunica y alimenta la percepción cifrada en signos propios de una larga tradición cultural, derivada de la invención de la imprenta. Para la multitud, las hojas volantes fueron los libros en los que había que ver y verse, páginas aleatorias cercanas a la voz de los que nada tenían que perder… y quizá, por el azar combinatorio, donde muchos aprenderían a leer de la manera más inimaginable aún, porqué no.

 

Miguel Carmona

Morelia, Michoacán.

Agosto 2013.